[ Pobierz całość w formacie PDF ]

apetito definido, aunque muy leve.
Después de una pequeña eternidad, la planicie azul del gran lago de los Esclavos se
presentó ante mis ojos, como a regañadientes. AI oeste pude distinguir un bosque de
matorrales: al este, los páramos.
Entonces, por un momento, la tierra se retiró en todas direcciones. Me pareció como si
cruzásemos uno de esos océanos inconcebibles.
El sol estaba bajo cuando los páramos reaparecieron ante nosotros.
Guchu se encargó de los mandos.
Al cabo de media hora, durante la cual los páramos estuvieron debajo de nosotros, el
sol comenzó a ocultarse. Su luz horizontal, de color amarillo intenso, brillaba justamente a
la derecha, mostrándome, más hacia el oeste, tres largas sombras extendidas hacia el
este desde los vértices de un triángulo equilátero que medía un kilómetro de lado,
aproximadamente.
Me castañeteaban los dientes cuando indiqué a Guchu el prodigioso panorama. Me
interesaba sobre todo que el hindú confirmara lo que yo veía. Era imposible que
encontrara la mina tan fácilmente. Debía de haber gato encerrado.
En todo caso, Guchu no me lo dijo. Solamente gruñó apreciativamente y desvió el
ACAC al oeste y hacia abajo.
Las sombras de los dos afloramientos orientales tenían medio kilómetro de longitud
aproximadamente; pero la del afloramiento occidental, donde estaba la mina, parecía
extenderse indefinidamente hacia el este.
Atrapé los prismáticos. Realmente, había gato encerrado. La sombra larga era
proyectada por una de las conocidas torres enormes.
Mi mina fue descubierta y era explotada por los téjanos.
Sin embargo, aquello no tenía sentido. Seguramente, las inmensas instalaciones
desparramadas por toda Texas, hasta Dallas por lo menos, no tenían por objeto
operaciones extractivas en yacimientos superficiales de pechblenda.
Enfoqué con más esmero, y aumenté la amplificación y la ganancia electrónica.
Entonces, divisé una gran puerta, abierta en el lado oriental de la torre. Ante ella
pululaban, lentamente y en todas direcciones, unas figuras más pequeñas que hormigas.
Vi las delgadas y aguzadas líneas de los rayos láser. «¿Será un motín revolucionario?»,
me pregunté al tiempo que mi pulso se aceleraba.
Escudriñé al oeste de la torre. No vi nada de particular, además del monótono paisaje
de los páramos, hasta que se hicieron visibles el angosto reflejo oro oscuro de un río, los
breves trazos oscuros de dos puentes que lo cruzaban y, justamente a su lado, el
conglomerado de edificios bajos y calles angostas que constituían seguramente Amarillo
Cuchillo.
Los tejados de algunos de los edificios reflejaban todavía la luz del sol; sobre el resto
se cernía el ocaso.
Al noroeste de la diminuta ciudad, localizó un aeródromo con dos enormes reactores
téjanos de transporte, y un estrecho tubo, con la parte superior dorada por el sol, que bien
podría ser el «Tsiolkovsky» o su nave gemela, el «Goddard».
Bajé los prismáticos para reposar los ojos. Había sombras a mi alrededor. El ACAC
había dejado atrás el sol.
Sin previo aviso, Amarillo Cuchillo ocupó el centro de una telaraña de rayos luminosos
perfectamente rectos y delgados como hilos. Algunos, rojos, se disparaban hacia el
infinito o atravesaban los páramos.
Otros, verdes, se originaban en el cielo o en la lejanía del noroeste y terminaban
alrededor del pueblo, en puntas incandescentes de las que saltaban surtidores de
chispas.
Algunos de los rayos rojos terminaban, igualmente en punta, más allá de Amarillo
Cuchillo, dos de ellos en el cielo.
El ACAC se tambaleó, y un cegador resplandor verdoso atravesó el espeso plástico a
medio metro por encima de mi cabeza.
Aquello me convenció de que los guardias nos habían encontrado ya. Sin embargo, no
entendí por qué tenían que disparar a mansalva por todo el cielo y el paisaje para derribar
una mísera navecilla de actores. Pura exuberancia lejana, quizá.
En el momento que volvía la cabeza hacia atrás, Guchu hacía aterrizar el ACAC detrás
del más meridional de los dos afloramientos orientales. El altozano rocoso próximo a
nosotros parecía casi impresionante: una prominencia de granito, alisada por los
glaciares, de diez metros de altura.
Pude ver el surco marrón que el verde rayo láser imprimió en el plástico, sin rajarlo. El
surco apenas tendría tres centímetros de ancho, lo que atestiguaba el fantástico
«choque» fotónico del arma a una distancia de más de dieciséis kilómetros.
Hubo un leve topetazo que me retorció las muñecas. Advertí que habíamos tocado
tierra y que Mendoza intentaba arrebatarme los prismáticos.
Vi a Rachel dejándose caer con descuido por la escotilla del ACAC a la alfombra de
nieve. Yo también tuve deseos de saber lo que estaba ocurriendo. Quitando los
prismáticos a Mendoza de un tirón y aumentando mi potencia, aunque no tanto como en
el duelo con el Toro, seguí a Rachel.
Fuera de la escena, los Vagabundos Revolucionarios no son sino un grupo bien
disciplinado.
La nieve no cubría más que hasta el tobillo. El viento levantado por mis movimientos
comenzó a helarme la cara y las manos al instante; pero no me detuve a ponerme los
guantes y la máscara, ni siquiera a conectar la calefacción de mi traje, hasta que me
acurruqué junto a Rachel sobre un abrupto saliente de granito y me puse a atisbar la cima
del altozano.
No surgieron más resplandores rojos de rayos láser de la base de la torre, delante de la
gran puerta.
La curvatura de la Tierra ocultaba ahora Amarillo Cuchillo, pero los rayos láser verdes y
rojos continuaron su batalla. Ya no pude ver los impactos incandescentes, aunque
aparecían pequeños destellos blancos y espectrales aquí y allá a lo largo de la línea del
horizonte, así como prolongados destellos anaranjados que juzgué producidos por llamas.
Varias veces vi otros breves resplandores, y más tarde oí el lejano retumbar de las
explosiones; pero, en su mayor parte, la batalla era tan silenciosa que parecía más otro
despliegue de la naturaleza  las luces septentrionales se transformaron en una extraña
geometría brillante que un conflicto humano.
En un momento dado, decidí que el despliegue de rayos láser no iba dirigido a
nosotros, que yo y mis compañeros actores revolucionarios habíamos recibido
simplemente algunos tiros accidentales y éramos testigos de un conflicto mucho más
extenso; pero, cuando un rayo verdoso fulguró a medio kilómetro sobre nuestras cabezas,
me acobardé.
Subí la calefacción una marca más, me puse los guantes y la máscara, y miré en torno
a mí. Rachel utilizaba mis prismáticos. Mendoza encontró otros y atisbaba a través de
ellos. Rosa, Fanninowicz y el padre Francisco se apearon, y también el Tácito, quien,
empuñando sus pistolas, miraba estúpidamente a Fanninowicz y a mí más que a la
batalla.
Había dos batallas, recordé entonces. Arrebaté los prismáticos a Rachel contestando
con un simple gruñido «¡los necesito!» a su desafiante «¡usted perdone!».
Los enfoqué cuidadosamente hacia la torre occidental, que distaba un kilómetro,
aumenté al máximo la amplificación y la ganancia electrónica, y poco a poco distinguí los [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

  • zanotowane.pl
  • doc.pisz.pl
  • pdf.pisz.pl
  • marucha.opx.pl