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 El rabbenu te pide que entregues esta res trief al carnicero cristiano de Gabrovo 
dijo Simón.
Rob cogió su yegua, que estaba muy necesitada de ejercicios, y la ató al trineo chato
sobre el que una serie de manos dispuestas cargaron al toro sacrificado. El rabbenu
había utilizado una cuchilla aprobada para el segundo animal, que fue declarado
kosher, y los judíos ya lo estaban desmembrando cuando Rob agitó las riendas y
azuzó a Caballo para salir de Tryavna.
Fue a Gabrovo lentamente, experimentando un gran placer. La carnicería estaba
donde le habían dicho: tres casas más abajo del edificio más destacado de la ciudad,
una posada. El carnicero era un hombre fornido y pesado, que con su cuerpo hacía
honor a su oficio. La lengua no significó un obstáculo.
 Tryavna  dijo Rob, señalando el toro muerto.
La cara coloradota se deshizo en sonrisas.
 Ah. Rabbenu  dijo el carnicero y asintió vivazmente.
Descargar el animal resulto difícil, pero el carnicero fue a una taberna y volvió con un
par de ayudantes. Con cuerdas y esforzándose lograron descargar el toro.
Simón le había dicho a Rob que el precio era fijo y no habría regateo Cuando el
carnicero le entregó una cantidad ínfima de monedas, Rob comprendió por qué
sonreía entusiasmado, pues prácticamente había robado una excelente res, solo
porque en la cuchilla de la matanza había una insignificante muesca. Rob nunca
entendería a la gente que, sin buenas razones, capaz de tratar una carne estupenda
como si fuese basura. La estupidez de aquel episodio lo cubrió de una especie de
vergüenza; le habría gustado explicarle al carnicero que el era cristiano y no estaba
emparentado con quienes se comportaban tan tontamente. Pero no pudo hacer otra
cosa que aceptar las monedas en nombre de los hebreos y guardarlas en la bolsa que
llevaba a ese efecto, para salvaguardarlas.
Cerrado el negocio, fue directamente a la taberna El oscuro bodegón era largo y
estrecho, más semejante a la posada cerca un túnel que a un salón, con su techo bajo
ennegrecido por el humo del fuego, a cuyo alrededor holgazaneaban nueve o diez
hombres, bebiendo. Una mesita estaba ocupada por tres mujeres que aguardaban,
atentas. Rob las observó mientras bebía un aguardiente moreno sin refinar, que no
fue de su agrado. Las mujeres  obviamente, prostitutas de la taberna. Dos habían
pasado la flor de la vida, pero la tercera era una rubia joven de expresión maliciosa y
al mismo tiempo inocente. Captó el propósito de Rob en su mirada y le sonrió. Rob
terminó la bebida y se acercó a la mesa.
 Supongo que no sabéis inglés murmuró, acertadamente.
Una de las mayores dijo algo y las otras dos rieron. Pero Rob sacó una moneda y se la
dio a la joven. Era toda la comunicación que necesitaban.
Ella se la embolsó y, sin decir palabra a sus compañeras, fue a buscar su capa, que
colgaba de una percha.
Rob la siguió afuera, y en la calle nevada se encontró cara a cara con Mary Cullen.
 ¡Hola! ¡Estáis pasando un buen invierno vos y vuestro padre?
 Estamos pasando un invierno espantoso  dijo Mary, y Rob observó que se le
notaba. Tenía la nariz roja y una llaga fría en la tierna plenitud del labio inferior . La
posada siempre esta helada y la comida es pésima. ¡Es verdad que vivís con los
judíos?
 Si.
 ¿Cómo podéis?  preguntó ella con una vocecilla suave.
Rob había olvidado el color de sus ojos y el efecto de su mirada lo desarmó, como si
hubiera tropezado con unos aleteantes azulejos en la nieve.
 Duermo en un establo muy abrigado. La comida es excelente  contestó, con
enorme satisfacción.
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 Mi padre me ha dicho que los judíos despiden un hedor particular que se llama
foetor judaicus. Porque frotaron el cuerpo de Cristo con ajo después de matarlo.
 A veces todos olemos. Pero sumergirse de la cabeza a los pies todos los viernes es
una de las costumbres de los judíos. Sospecho que se bañan con más frecuencia que
el resto de los humanos.
Ella se ruborizó, y Rob comprendió que debía de ser difícil y raro obtener agua para
bañarse en una posada como la de Gabrovo. Mary observó a la mujer que,
pacientemente, esperaba a corta distancia.
 Mi padre dice que el que se aviene a vivir con judíos no puede ser un hombre cabal.
 Vuestro padre parecía simpático, pero quizá  dijo Rob reflexivamente  sea un
asno.
En ese mismo momento, cada uno echó a andar por su lado. Rob siguió a la rubia
hasta una habitación cercana. Estaba desordenada y llena de ropa sucia de mujeres, y
tuvo la sospecha de que convivía con las otras dos. Mientras la mujer se desnudaba,
Rob la observaba.
 Es una crueldad mirar tu cuerpo después de haber visto a la otra dijo, sabiendo que
ella no entendería una sola palabra de lo que decía .
Su lengua no siempre expresa mieles, pero... No es una beldad, exactamente, pero
muy pocas mujeres pueden compararse a Mary Cullen en su porte.
La mujer le sonrió.
 Tu eres una puta joven pero ya pareces vieja  le dijo.
Hacía mucho frío y la mujer se despojó de su ropa y se metió rápidamente entre las
mugrientas mantas de piel, no sin que antes el hubiera visto más de lo que hubiera
preferido. Era un hombre que sabía apreciar el aroma a almizcle de las mujeres, pero
de ella emanaba un hedor agrio. El vello de su cuerpo tenía aspecto duro y pegoteado,
como si sus jugos se hubiesen secado y resecado incontables veces sin sentir la simple
y honrada humedad del agua. La abstinencia había provocado tales ardores en Rob
que se habría echado encima de ella, pero el breve vislumbre de su cuerpo azulado le
permitió descubrir una carne ajada y apelmazada que no quería tocar.
 ¡Maldita sea esa bruja pelirroja!  refunfuñó.
La mujer lo miró, desconcertada.
 Tu no tienes la culpa, muñeca  le dijo, mientras metía la mano en la bolsa.
Le dio más de lo que habría valido aunque hubiese intentado extraerle algún valor. La
mujer metió las monedas bajo las pieles y las apretó contra su cuerpo. Rob ni siquiera
había empezado a desvestirse; estiró su ropa, inclinó la cabeza ante ella y salió a
tomar aire fresco.
A medida que avanzaba febrero, pasaba cada vez más tiempo en la casa de estudios,
desentrañando detenidamente el Corán persa. Siempre lo asombraba la inexorable
hostilidad del Corán hacía los cristianos y su amargo aborrecimiento de los judíos.
Simón se lo explicó.
 Los primeros maestros de Mahoma fueron judíos y monjes sirio cristianos. Cuando
el informó por vez primera de que el arcángel Gabriel le había visitado, que Dios le
había nombrado su profeta y le había dado instrucciones de fundar una religión nueva
y perfecta, esperaba que sus viejos amigos lo siguieran en tropel, dando gritos de
alegría. Pero los cristianos prefirieron su propia religión y los judíos, sobrecogidos y
amenazados, se sumaron activamente a los que rechazaban las predicas de Mahoma.
No los perdonó en toda su vida, y habló y escribió sobre ellos injuriosamente.
Los conocimientos de Simón hacían que el Corán cobrara vida para Rob. Ya iba por la
mitad del libro y se afanaba en los estudios, sabedor que en breve reanudarían el
viaje. Al llegar a Constantinopla, él y el grupo de Meir seguirían caminos diferentes, lo
que, además de separarlo de su maestro Simón, lo privaría del libro, y esto era lo más
importante. El Corán desprendía insinuaciones de una cultura remota, y los judíos de
Tryavna daban a entender que iba a descubrir un estilo de vida diferente. De niño
creía que Inglaterra era el mundo, pero ahora sabía que existían otros pueblos. En
algunos rasgos eran semejantes, pero diferían en cuestiones importantes.
El encuentro en la matanza ritual había reconciliado a rabbenu con Reb Baruch ben [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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