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autopsia, expuesta, mostrada con todo detalle a las miradas de aquellos tres hombres.
El Licenciado Hareng, enfundado en una fina levita negra, de corbata blanca y con
trabillas muy estiradas, repetía de vez en cua ndo:
-¿Me permite, señora?, ¿me permite?
Frecuentemente hacía exclamaciones:
-¡Precioso! .... ¡muy bonito!
Después volvía a escribir mojando su pluma en el tintero de asta que sujetaba con la
mano izquierda.
Cuando terminaron con las habitaciones subieron al desván.
Allí guardaba ella un pupitre donde estaban cerradas las cartas de Rodolfo. Hubo que
abrirlo.
-¡Ah!, una correspondencia -dijo el Licenciado Hareng con una sonrisa discreta-. Pero
permita, pues tengo que comprobar si la caja no contiene algo más.
E inclinó los papeles ligeramente, como para hacer caer los napoleones. Entonces ella
se indignó viendo aquella gruesa mano, de dedos rojos y blandos como babosas, que se
posaba sobre aquellas páginas donde su corazón había latido.
Por fin se fueron. Volvió Felicidad. Emma la había mandado que estuviese al acecho
para desviar a Bovary; a instalaron rápidamente bajo el tejado al guardián del embargo,
que juró no moverse de a11í.
Aquella noche Carlos le pareció preocupado. Emma lo espiaba con una mirada llena de
angustia, creyendo ver acusaciones en las arrugas de su cara. Después, cuando volvía su
mirada a la chimenea poblada de pantallas chinas, a las amplias cortinas, a los sillones, en
fin, a todas las cosas que habían endulzado la amargura de su vida, le entraba un
remordimiento, o más bien una pena inmensa que exacerbaba la pasión, lejos de
aniquilarla. Carlos atizaba el fuego plácidamente con los dos pies sobre los morillos de la
chimenea.
Hubo un momento en que el guardián, aburrido sin duda en su escondite, hizo un poco
de ruido.
--¿Andan por arriba? --dijo Carlos.
-No --contestó ella-, es una buhardilla que ha quedado abierta y que mueve el viento.
A día siguiente, domingo, Emma fue a Rouen a visitar a todos los banqueros cuyo
nombre conocía. Estaban en el campo o de viaje. No se desanimó; y a aquéllos que pudo
encontrar les pedía dinero, asegurando que le hacía falta, que se lo devolvería. Algunos se
le rieron en la cara, todos la rechazaron.
A las dos corrió a ver a León, llamó a su puerta. No abrieron. Por fin apareció.
---¿Qué te trae por aquí?
---¿Te molesta?
-No..., pero...
Y él le confesó que al propietario no le gustaba que se recibiese a «mujeres». Entonces
cogió su llave. Emma lo detuvo.
-¡Oh!, no, allá, en nuestra Casa.
Y fueron a su habitación, en el «Hôtel de Boulogne».
Al llegar ella bebió un gran vaso de agua. Estaba muy pálida. Le dijo:
-León, me vas a hacer un favor.
Y sacudiéndolo por las dos manos, que le apretaba fuertemente, añadió:
-¡Escucha, necesito ocho mil francos!
-¡Pero tú estás loca!
-¡Todavía no!
Y enseguida, contando la historia del embargo, le expresó su angustia, pues Carlos lo
ignoraba todo, su suegra la detestaba, el tío Rouault no podía hacer nada; pero él, León,
iba a ponerse en marcha para encontrar aquella cantidad indispensable.
-¿Cómo quieres que...?
-¡Qué cobarde estás hecho! exclamó ella.
Entonces él dijo tontamente:
-¡Tú desorbitas las cosas! Quizás con un millar de escudos tu buen hombre se calmaría.
Razón de más para intentar alguna gestión, era imposible que no se encontrasen tres mil
francos. Además, León podía salir de fiador.
-¡Vete!, ¡prueba!, ¡es preciso!, ¡corre...! ¡Oh!, ¡inténtalo!, ¡prueba!, te querré mucho.
Él salió, volvió al cabo de una hora, y dijo con una cara solemne:
-He visitado a tres personas... ¡inútilmente!
Después se quedaron sentados, uno en frente del otro, en los dos rincones de la
chimenea, inmóviles, sin hablar. Emma se encogía de hombros y pataleaba. Él la oyó
murmurar:
-Si estuviera en tu puesto, ya lo creo que los encontraría.
-¿Dónde?
-En tu despacho.
Y se quedó mirándole.
Una audacia infernal se escapaba de sus pupilas encendidas, y los párpados se
entornaban de una forma lasciva a incitante, de tal modo que el joven se sintió ablandar
bajo la muda voluntad de aquella mujer que le aconsejaba un delito. Entonces tuvo
miedo, y para evitar toda explicación, se golpeó la frente exclamando:
-Morel debe volver esta noche, espero que no se me negará (era un amigo suyo, el hijo
de un negóciante muy rico), y te traeré eso -le dijo él.
Emma no pareció acoger esta esperanza con tanta alegría como él se había imaginado.
¿Sospechaba el engaño? Él continuó enrojeciendo:
-Sin embargo, si no he llegado a las tres, no me esperes, ¡querida! Tengo que irme,
perdona, ¡adiós!
Le apretó la mano, pero la notó totalmente inerte. Emma ya no tenía fuerza para ningún
sentimiento.
Dieron las cuatro; y ella se levantó para regresar a Yonville obedeciendo como una
autómata al impulso de la costumbre.
Hacía bueno; era uno de esos días del mes de marzo claros y crudos, en que luce el sol
en un cielo completamente despejado. Los ruaneses endomingados se paseaban con aire
feliz. Llegó a la plaza de la catedral. Salían de las vísperas; la muche dumbre salía por los [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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