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lo mismo. El Wouivre parece estar dormido en Notre Dame de París.
En Chartres, en cambio, el Dragón está siempre presente, guardan-
do a nuestra santa Señora.
En contraste con estos profundos pensamientos, Simon no
tardó en sumirse en las acostumbradas chanzas estúpidas de sus
compañeros cadetes, que todos los jóvenes parecen celebrar en un
ámbito militar. Se trata de una experiencia intemporal y constitu-
ye la esencia de la camaradería que se extiende en cualquier corps
d'élite compuesto por gente joven.
En Paris, no hubo tiempo de visitar lugares de interés, lo que causó
una gran desilusión en Simon, que deseaba ver la nueva universidad.
Pero, desde su llegada, los cadetes habían estado muy atareados, pre-
parándose para el largo camino que les llevaría a Marsella.
Se habían producido unos días de demora a causa de la reunión
de un gran número de peregrinos, comerciantes y mercenarios, que
los cadetes escoltarían hasta la Provenza, desde donde la mayoría
seguiría viaje hasta Tierra Santa.
Los servicios de una escolta de templarios se obtenían mediante
el pago a la Orden de una suma razonable, pero los viajeros primero
tenían que presentar pruebas válidas que justificaran el viaje. El ser-
vicio de escolta era habitual entre los peregrinos que podían permí-
tírselo, y los mercaderes u otras personas no acostumbradas a usar
armas para defenderse se sentían seguros durante el viaje.
Sin embargo, algunos de los viajeros eran mercenarios, jóve-
nes aventureros que se dirigían a ultramar para unirse a cualquier
ejército franco dispuesto a poner precio a sus espadas. También
éstos estaban contentos de tener la oportunidad de compartir el
viaje con la escolta de ocho jóvenes cadetes, al mando del canoso
veterano.
Consideraban que la presencia de una compañía de templarios,
por pequeña que fuese, les daba derecho a buscar abrigo en las coman-
dancias que encontrarían a lo largo del camino. Para ellos, también,
era dinero bien gastado. Por cierto que la escolta daba la impresión
de estar perfectamente instruida.
Las bandas de forajidos y de otros renegados sin patria, a veces
comandadas por feudales proscritos, aún eran una amenaza en los
solitarios caminos hacia la costa provenzal. Pero las lanzas de los jóve-
nes templarios evitarían que nadie atacara el convoy de carros, salvo
los bandoleros más osados.
La mayoria de los peregrinos eran de mediana edad, algunos con
esposas e hijas, pero había otros, aparte de los mercenarios, cuyo via-
je a Tierra Santa no era motivado por un devoto deseo de obtener la
Gracia o la plenitud espiritual. Estos eran mercaderes, y el riesgo inhe-
rente al viaje formaba parte de su actividad comercial.
Pero para los más vulnerables de los peregrinos, los jóvenes
cadetes les parecían ángeles guardianes, y las mujeres más jóve-
nes favorecían a los ocho apuestos cadetes con múltiples miradas
de admiración solapada.
Una adorable joven italiana, hija de un platero milanés, estaba
fascinada por el alto normando de cabellos castaños y ojos azules como
plumas de pavo real.
María de Nofrenoy tenía sólo dieciséis años cuando se enamoro
locamente de Simon, literalmente a los pocos minutos de haber pues-
to los ojos en él. Toda la pasión de su joven cuerpo se desbordó has-
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ta el punto de casi ahogaría a causa de su intensidad.
Su cara en forma de corazón, agraciada con un cutis finisimo y
una cálida y generosa boca, que dejaba ver unos dientes perfectos,
posteriormente se vio embellecida por la chispa de pasión que apa-
reció en sus ojos de color castaño oscuro. Cada mirada que dirigía
hacia el nada suspicaz Simon era una promesa de gozo.
-Debe de haber algo raro en ese muchacho -se decía Belami
entre dientes, con desesperación-. Debe de estar ciego para no ver
a esa flor esplendorosa.
El veterano en seguida tuvo que abandonar aquellas reflexiones
para concentrarse en reunir a los peregrinos y sus heterogéneas pose-
siones, que se apilaban inseguramente en un surtido inadecuado de
carros desvencijados.
-Sabe Dios que soy un hombre paciente -le dijo gruñendo a
Simon-. Pero, ¿por qué tengo que ocuparme del acarreo de la mitad
de las posesiones mundanas del norte de Francia hasta la Provenza?
Puedes estar seguro, Simon, que la mayor parte de toda esa basura
no llegará más allá de Dijon, ¡y ni hablar de Marsella!
Blasfemando copiosamente en árabe, que es una lengua maravi-
llosa para ese cometido, Belami espoleó a su caballo para acercarse a
Bernard de Roubaix y protestar contra aquella típica estupidez de los
civiles.
El viejo templario, que ya lo había escuchado todo antes, en espe-
cial las maldiciones árabes, asintió prudentemente.
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